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Soy gay, ¿y qué?: Dar la cara

  • Foto del escritor: Subversivo_mx
    Subversivo_mx
  • 12 oct 2020
  • 3 Min. de lectura

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EDUARDO PIEDRA


A los obligados, a los ocultos y a los libres.

No existe momento perfecto para decirlo. No hay palabras que logren minimizar la situación y, sobre todo, no es un proceso lineal o de fácil digestión. Salir del clóset es un acto de enorme valentía pues se reconoce la vulnerabilidad e incertidumbre de que otros te acepten, iniciando por uno.

El clóset (o armario, por aquello del anglicismo) es un mundo de enclaustramiento sobre la orientación sexual - ser lesbiana, bisexual, gay, etc.-, la identidad - ser una persona trans - o la condición - vivir con VIH/Sida-, de igual manera es producto de la posición hegemónica de la cis-heteronorma. En un mundo que prima a la heterosexualidad, ser diferente salta a la vista y puede llegar a ocasionar el rechazo de terceros. Haciendo una lectura desde Michel Foucault[1] (1976), el clóset funciona como un dispositivo de control que reprime la sexualidad y dicta una política sobre los cuerpos mediante el lenguaje y la medicina que termina por condenar y excluir. Así, los públicamente homosexuales pasan a ser las locas, las vestidas, los raritos y hasta putos.

La historia del clóset en México se encuentra desde 1901. Se dice que el yerno de Porfirio Díaz era homosexual y que la policía lo atrapó escondido dentro de un ropero portando ropa de mujer. Así nace la metáfora mexicana de esconderse y no jotear. En la década del setenta, el clóset era un espacio que permitía salvaguardarse del que dirán, la represión policial y de la discriminación. Hasta que un día se cansaron y con el pretexto de acompañar a una manifestación por el 2 de octubre, varios homosexuales y lesbianas salieron a las calles. Bajo el lema de Dar la Cara, la primera salida tenía un trasfondo; debió suceder una serie de discusiones que empoderaran a las juventudes de la época con grupos de ayuda, de experiencias compartidas, de amores clandestinos, de libertad. En México dar la cara es decirle al mundo: Soy gay, lesbiana, bisexual, trans, queer, tengo VIH ¿y qué? Pues constituye un acto contestatario que surge desde el empoderamiento. Norma Mogrovejo (2000)[2] dice que:

Dar la cara fue una de la consignas que levantó el movimiento lésbico- homosexual, instando a lesbianas y homosexuales a salir del encierro y la mentira, a luchar por la libertad, a expresar abiertamente el orgullo de ser lesbianas y homosexuales, a asumir una conciencia crítica ante la reductiva alternativa de la heterosexualidad, a solidarizarse, organizarse, luchar contra la represión y la intolerancia.

Gracias a esas personas y a su experiencia, es que para algunas juventudes ha sido más fácil el proceso. No es una regla, ni tampoco una generalización, pero la visibilidad que se brindó desde las calles ha permitido una paulatina “normalización” en la sociedad. Es un proceso donde la culpa, frustración y soledad desaparecen y llega una nueva certeza, el saber que todo puede mejorar.

Puede ser individual o colectivo. Pero no existe un tiempo, una edad o un momento adecuado ¿Qué importa si alguien lo hace a los 50 años, si nunca lo hace o si lo hizo cuando infante? Lo realmente importante es saber que la salud mental y la integridad física están bien. Y que, cuando se está listo le dices al mundo que ser LGBT es bueno. Si a ellos no les parece, pues que se jodan. Soy gay, ¿y qué?

Constantemente sé que hay quiénes han tenido un proceso violento: Padres que revisan redes sociales, rumores, conversaciones incómodas, culpa, represión, etc. Es lamentable que eso aún sea una realidad. De hecho, es inaudito que aún el clóset sea una estrategia de supervivencia. Sin embargo, es válida. Se tuvo que aprender a vivir desde la clandestinidad, el lenguaje secreto, de explotar el infierno que se nos da por morada y adaptarlo para amar y amarse desde ahí. El dar la cara resulta un privilegio antes que un proceso orgánico. Por ello, no importa el tiempo o momento para hacerlo. Siempre será algo íntimo. Y, sobre todo, saber que allá afuera hay desconocidos solidarios dispuestos a construir una familia para uno.

Mi proceso – evidentemente – no ha sido lineal. Confieso tener aún momentos de temor sobre si alguien se entera de quien soy. Tal vez habito aún en una vitrina. Pero puedo decir que, al mirar mi dolorosa adolescencia, reconozco que tuve que limpiar mi cuerpo de toda la moralidad que tenía, de la homofobia, del temor. Cada vez con menos titubeos puedo decir, Soy gay, ¿y qué?


[1] Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber.

[2] Un amor que se atrevió a decir su nombre.

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