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Libertad de expresión con límites

  • Foto del escritor: Subversivo_mx
    Subversivo_mx
  • 22 jun 2020
  • 4 Min. de lectura

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Eduardo Martín Piedra


A menudo los debates (propios de una democracia) que abundan en redes sociales, vinculados a la lucha de derechos para las minorías sociales, terminan por volverse estériles.

La postura violenta y hermética de quienes se sitúan en contra (de una manera u otra) de estos derechos, pretende ser justificada argumentando la existencia del derecho a la libertad de expresión. Incluso hablan de quererles corregir, haciendo alusión al famoso fenómeno de “la corrección política”.

Valiéndose de ello, vierten una serie de argumentos que –en su mayoría– son posturas que niegan derechos o que están fundamentados en la “naturaleza”, “lo moralmente inapropiado”, “el libertinaje” de las personas e incluso de quererles “adoctrinar”. De modo que no contribuyen a construir estrategias que permitan palear la desigualdad social y la deuda histórica de las minorías sociales, así como tampoco surge un debate “real”, pues se termina volcando en algo meramente confrontativo e incluso violento hacia tales minorías.

Es cierto que las personas tienen libertad expresión, pero ¿está se debería mermar en algún punto? La respuesta es sí. Pero es más complejo. Esa libertad de expresión debería cortarse cuando ese tipo de debates terminen vulnerando a alguien de manera real o simbólica. Y esto va desde comentarios ofensivos (como apologías a la violencia) hasta el desconocer la identidad o la posibilidad de acceder a ciertos derechos para con las minorías.

La discusión sobre el límite de la libertad de expresión no es nueva, hace tiempo se ha venido enunciando la existencia de una paradoja: No se puede tolerar per se lo que vulnera a otros. En otras palabras, tendremos que ser tanto o más intolerantes con aquellas ideas que como sociedad pongan en riesgo una vida social justa y democrática. Esto podría entrar en debate directo con aquellos que creen que la democracia implica disenso y con ello, la posibilidad de permitir posturas con las cuales no se coincida. Y eso es parcialmente concedido, pero siendo conscientes de que permitir la propagación de discursos de odio en el espacio público mantiene una posibilidad latente de que esos discursos se conviertan en hegemónicos (de nueva cuenta), pues en su mayoría, operan en masa y debido a su volatilidad terminan por colarse a la mayoría de los espacios sociales y esto solo reafirma la imposibilidad de otorgar voz y derechos a grupos históricamente vulnerabilizados.

De hecho, también podemos conceder que el no tolerarlos en el espacio público tampoco garantiza que no sean propagados, pues siempre buscarán operar ocultos, disfrazados de cualquier otra cosa. Pero lo que SÍ podemos hacer es buscar que estos discursos sean en todo momento reprochables. Que sean interpelados para así poderlos desarmar. Y ese reproche social debe surgir a partir de una condena pública donde se enuncie lo injusto, indignante y peligroso que pueden llegar a ser ese tipo de discursos.

De modo que, tendríamos que establecer una serie de recordatorios sociales sobre lo peligroso que es vulnerar a otros, para así poder obtener la capacidad de condenar algo que públicamente es percibido como injusto, indignante o malo. Operar desde lo más humano de las personas – como lo son las emociones – nos obliga a crear empatía con otros y eso da pauta a la desarticulación de estos discursos.

La estrategia del uso de las emociones no es nueva, de hecho, los grupos anti-derechos ya lo hacen. Ellos, se valen de la emotividad de las personas, pues operan desde el miedo a lo otro, a lo desconocido, el miedo a confundir la libertad con libertinaje para construir una narrativa de indignación y buscar que se respete no solo su derecho a la libertad de expresión, sino a su vez, que se respalde la imposibilitad de otorgar derechos a grupos minoritarios.

Si de manera colectiva sintiéramos la indignación, la vergüenza y la injusticia que los discursos de odio propagan, podríamos ponerles freno e incluso contrarrestarlos. Pues un debate justo sobre el reconocimiento de los derechos de las minorías no debería ser en redes sociales ni en términos absolutos de un o un No, sino en el cómo y bajo qué condiciones se otorgan tales derechos. Pero ese tipo de discusiones aún no han sido del todo logradas, al menos no en México.

En aras de construir una sociedad más justa, debemos reflexionar – primero – en torno a los valores o criterios que anhelamos para la constante reconstrucción social. Segundo, el buscar un cuestionamiento profundo sobre el nivel de discusiones que se dan en torno a los derechos para las minorías sociales y, por último, la construcción de un llamado a la condena pública para contrarrestar a los discursos de odio.

Es mejor creer y apostarle a que los grupos anti- derechos tal vez no son más grandes que nosotros, sino que tan sólo están mejor estructurados. Pero hay una razón, es porque llevan muchos años ahí, en el statu quo. De modo que debemos buscar construir mantenernos en un constante proceso de resiliencia.

Así, esta columna es y será una constante exhortación a la indignación.

¡Siempre en resistencia!



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